Otro abuso, no menos sorprendente, es el que se comete respecto a la religión del candidato. Cuando éste está de rodillas y a punto de prestar su juramento, se le dice: “El libro que tocáis es el Evangelio de San Juan: ¿creéis en él?”
¡Qué imprudencia! Henos ahí un joven que no tiene la menor idea del verdadero objetivo de la Masonería, que quizás, ni tan siquiera cree en Dios, suposición no muy arriesgada en este siglo, y vamos y le pedimos bruscamente en medio de cuarenta personas si cree en el Evangelio.
Reflexionemos bien, y veremos que tal pregunta es de una ligereza imperdonable, y que la respuesta que le sigue es muy a menudo un crimen. Sin duda alguna, es importante asegurarse de los sentimientos religiosos del candidato, pero a ese respecto, hay que ir entre el rigor y el relajamiento.
Será suficiente con declarar simplemente al candidato que nos imponemos como ley el exigir en la elección de las personas la más escrupulosa severidad y que apenas tenemos en cuenta la probidad personal que no tenga base. Invitándole a continuación a que vea si tiene algún inconveniente en firmar la profesión de fe siguiente:
“Respondo por mi honor que creo firmemente en la existencia de Dios, la espiritualidad, la inmortalidad del alma, las penas y recompensas de la vida futura, sin exclusión de otras verdades de mi religión sobre las cuales no he sido preguntado”.
Parece que no necesitamos más, al demostrar el candidato un espíritu recto y un corazón resuelto. Si desgraciadamente duda de alguno de nuestros dogmas, es mejor curar sus heridas en lugar de rechazarlo.
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