¿Qué es lo que yo he hecho por Dios o por los hombres?, Franklin



Texto inserto en la Gaceta de Filadelfia del 18 de noviembre de 1736, recogido por El Libro del Hombre de Bien.

Anergo, caballero rico, se había criado en la ociosidad. Sin saber qué hacer para matar agradablemente el tiempo, sin inclinación a ninguno de los ejercicios ordinarios de la vida, sin gusto para dedicarse a ninguna especie de trabajo intelectual, de las 24 horas del día pasaba diez en la cama, dos o tres dormitando en un sofá, otras bebiendo cuando hallaba amigos de su mismo temple, y las cinco o seis restantes las disipaba en la indolencia. Su ocupación predilecta eran los convites, alimentando su imaginación con la expectativa de un banquete o de una cena; no porque verdaderamente fuese un glotón, ni menos un hombre exclusivamente dado a los placeres de la mesa, sino porque, ignorando otro modo de hacer mejor uso de sus ideas, las dejaba libremente vagar en estos cuidados materiales. Así pasó los primeros diez años, después que había entrado en posesión de su pingüe patrimonio; y tal es el abuso que hoy se hace de las palabras, que algunos le calificaron de virtuoso, porque no se embriagaba con frecuencia, ni era demasiado inclinado a la disolución.

Hallándose una noche solo y sumergido en sus meditaciones, éstas tomaron una dirección no acostumbrada hasta entonces, pues volviendo la vista sobre lo pasado, principió a reflexionar sobre su sistema de vida. Consideró que un buen número de seres vivos habían sido sacrificados para alimentar su individuo, y que en estos sacrificios iba también envuelta una enorme cantidad de trigo y vino. Como aun no había olvidado enteramente la aritmética que le enseñaran en su niñez, se puso a calcular todo lo que había devorado hasta llegar a ser adulto.

 Entre grandes y pequeñas, y una semana con otra, se dijo á si mismo, cerca de una docena de vivientes plumados han dado sus vidas para dilatar la mía; lo que en diez años monta por lo menos a seis mil.

Cada año han sido sacrificados cincuenta carneros y media hecatombe de ganado, cuyas partes más delicadas han sido presentadas como holocausto en mi mesa. Así pues, para alimentarme en estos diez años,
han sido inmoladas un millar de reses, sin contar con lo que me han suministrado los bosques. Añádanse muchos centenares de pescados grandes y algunos millares de pequeños que han sido privados de la vida para componer mis comidas.

Con dificultad producirá una fanega de trigo bastante flor de harina para mi consumo de un mes; lo que hace unas ciento y veinte fanegas. ¡Cuántos toneles de cerveza, de vinos y otros licores se han sepultado en mi cuerpo, conducto miserable de tantos sólidos y líquidos alimenticios!

Ahora bien, ¿qué es lo que yo he hecho por Dios o por los hombres en todo este tiempo? ¡Qué profusión de bienes para un ser indigno, para una vida inútil! Hasta el mas ruin de todos los entes que he devorado ha llenado mejor que yo el fin para que fue criado: su destino era alimentar al hombre, y así lo ha cumplido. Cada marisco, cada ostra que he comido, cada grano de trigo que he molido han llenado su lugar en la escala de los seres con más dignidad y honor que yo. ¡Oh ignominiosa pérdida de vida y de tiempo!

Anergo continuó sus reflexiones morales con una fuerza de razonamientos tan justos y tan severos, que a pesar de haber cumplido ya sus treinta años, se sujetó él mismo a mudar enteramente de vida, abandonar la
senda de sus extravagancias y adquirir algunos conocimientos útiles. Vivió aún muchos años como hombre honrado y excelente cristiano; fue útil a su prójimo; en el Senado desempeñó el brillante papel de buen patriota; murió en paz con su conciencia, y las lágrimas de sus conciudadanos regaron su sepulcro. El mundo, que sabía toda la historia de su vida, quedó sorprendido de una mudanza tan completa y consideró su reforma como milagrosa; él mismo reconoció y adoró la mano de Dios, dándole gracias por haberle transformado de bruto en hombre.

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