El Nuevo Mundo, Duque de Rivas


Extracto del Discurso de Recepción leído en la Real Academia de la Historia el 24 de abril de 1853.

Cuando España, después de la reunión de los dos grandes reinos en que estaba dividida, formó un verdadero cuerpo de nación; y cuando acababa de lanzar de su suelo los últimos restos de las razas de Oriente, que por espacio de ocho siglos fueron sus opresoras; y cuando se constituían en una sola y grande monarquía, cuyo dominio no se encerraba sólo en el ámbito de la Península, sino que se extendía por la rica y esclarecida Italia, llamó a sus puertas un hombre oscuro, un soñador extranjero, un pobre piloto genovés, a quien Dios había marcado con el sello de su omnipotencia, dándole una fe ardiente, una perseverancia heroica y una idea sola y fija, tan nueva como lo desconocido, tan elevada como los astros, tan grande como el Universo.

Los monarcas y los poderosos de la Tierra le habían negado su acceso, como a un absurdo arbitrista; los sabios de la Tierra le habían desdeñado, como a un iluso extravagante; los pueblos de la Tierra le habían escarnecido, como a un desdichado demente. Pero la grande Isabel, gloria de su siglo y predilecta del Señor, vio a aquel hombre y lo oyó, y conoció que era un instrumento de la Providencia, instrumento para llevar a cima un altísimo designio. Y comprendió al ente extraordinario y lo admiró y le ayudó a la obra desconocida con su convencimiento, con sus tesoros, con firme y soberana voluntad.

Y España, que ya tenía un cardenal Mendoza, un Cisneros y un Gran Capitán, tuvo como donativo de su reina un Cristóbal Colón, y con él un nuevo y desconocido mundo.

Sí; conducido por la mano de Dios aquel instrumento de su omnipotencia, atravesó en frágiles naves españolas desconocidos mares, siguiendo el curso del sol, y descubrió las inmensas y ricas regiones de Occidente, que el heroísmo y la noble espada de Hernán Cortés y el arrojo y la dura lanza de Francisco Pizarro añadieron, con eterna gloria del nombre español y exaltación de la religión cristiana, a la monarquía española, haciéndola la más grande, la más opulenta, la más poderosa de la Tierra. [...]

Si la influencia de aquel portentoso, descubrimiento y de la conquista y posesión de aquellas vastísimas regiones fue perjudicial o provechosa para España, es cuestión muy debatida por filósofos y economistas, y en que se han exagerado, como siempre acontece, las razones de unos y de otros, ya con graves y fundados argumentos, ya con sutiles y brillantes sofismas. No es de mi propósito entrar en ella; pero diré de paso que, ciertamente, el descubrimiento de aquellos vastos países, y las riquezas que ofrecían, ocasionaron una emigración de que pudo resentirse nuestro suelo; que el raudal de oro y de plata que envió América a nuestros puertos hizo innecesario el trabajo, con perjuicio notable de la industria y de la agricultura; que creció entre nosotros el amor a las aventuras y a buscar fortuna sin más medios que la osadía.

Pero creo firmemente que si nuestros reyes, empeñados, por desgracia nuestra, en las guerras de Flandes y en contrariar la dominación francesa en Italia, hubieran conocido la importancia del Nuevo Continente; y si se hubieran aplicado principios económicos más acertados a la administración de aquellos países; y si la elección de los funcionarios públicos enviados a regirlos y administrarlos hubiese sido más severa y acertada; y si se hubiera, en fin, dado mejor empleo a los inmensos caudales que de allí venían, acaso aún se llamaran españolas aquellas extensas regiones y fuera hoy mi adorada Patria la primera nación del mundo.

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