Discurso en el Congreso de Práxedes Mateo-Sagasta en 1855, entonces diputado, sobre las bases para el proyecto de la llamada Constitución non nata, dado que nunca entró en vigor, de 1856, que llegó a recoger los planteamientos más avanzados del ideario liberal progresista, como la tolerancia religiosa.
Mi reino no es de este mundo, dijo el representante del cristianismo, queriendo significar con esto la absoluta necesidad de que el poder espiritual está completamente separado del temporal.
Mientras se tuvo presente esta máxima, mientras la religión giró en una esfera distinta de la de la política, adelantaron las ciencias; las artes y la industria se desarrollaron, y los pueblos marcharon a pasos agigantados hacia la civilización; pero desde que se echó en olvido esta máxima, desde que la iglesia de Roma quiso reunir al poder espiritual el temporal, pretendiendo extender la dominación sobre todos los pueblos de la tierra, interviniendo en todos los tratados de Europa, declarando la guerra y haciendo la paz, la iglesia se envolvió con el Estado, la religión se confundió con la política, y la iglesia, y la religión, y la política, y la civilización, todo cayó en la más repugnante abyección. (...)
La gran revolución del siglo XVI, que contra la iglesia tuvo su cuna en Alemania, pasó luego a la Francia y se extendió después a Inglaterra; esa gran revolución (...) produjo, sin duda, grandes y beneficiosos resultados en todo lo que tiene relación con la civilización de los pueblos; produjo inmensas ventajas en lo que respecta al principio de libertad, cuya semilla, parece que aquella gran revolución extendió sobre la faz de la tierra, para que dos siglos después, a últimos del siglo XVIII, viniera a producir óptimos frutos. (...)
Pero una vez la iglesia separada del Estado; una vez divorciado el poder espiritual del poder temporal, ¿qué ventajas produjo a los pueblos aquella gran revolución en lo que tiene relación con el cristianismo? (...) Su base era el Individualismo; ese principio (...) que separando al hombre de la sociedad le constituye en juez de sí mismo y de cuanto te rodea, y que inspirándole una idea exagerada de sus derechos, no le marca ninguno de sus deberes; ese principio (...) negación de toda sociedad; ese principio, en fin, que sería la muerte de esa misma libertad, de la cual parece que nace, de la cual parece que se desprende, de la cual parece que se origina.
No; el hombre no ha nacido sólo para sí mismo: ha nacido para sus semejantes, ha nacido para mantener y fortificar esa inmensa cadena social que los Luteros, que los hugonotes, que los Voltaires, que los Diderots, que los D'Alemberts, que los protestantes políticos, que los enciclopedistas, en fin, trataron de destruir fraccionándola y subdividiéndola en sus diversos e infinitos eslabones.
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