Extracto de las memorias de Alcala Galiano.
En aquel tiempo, aunque existía la Inquisición, era muy común en la gente ilustrada tener los libros prohibidos por aquel tremendo Tribunal; y mi tío, aunque nada parcial de la revolución de Francia, distaba mucho entonces de ser devoto. Yendo yo a su casa, me dirigí a su librería, abandonada a mi uso por su ausencia, y echando la vista a unos libros rotulados por de fuera comedias de Calderón y de otros autores, los abrí y me encontré con que eran las obras de Voltaire, de Rousseau, de Montesquieu y de otros autores célebres, de la escuela filosófica francesa del siglo XVIII.
Sin hablar de ello a mi madre ni persona alguna, y sabiendo yo bastante francés para entenderlos en gran parte, comencé a darme a su lectura, impropia en verdad de un niño de diez años. Al principio leí sólo la parte de las obras más divertida, como las tragedias y cuentos de Voltaire y su teatro; la Nueva Eloísa, de Rousseau, y las Cartas persas, de Montesquieu; y, ¡cosa extraña!, no vi bien en estos libros el veneno de la irreligión en ellos contenido, acaso porque no acerté a entenderlos. Sin embargo, cometí una culpa, quebrantando el precepto entonces estimado por mí sagrado, el cual me vedaba leer aquellas obras. Pocos años después volví a ellas, y ya con más fruto.
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