Comienzo del Discurso de Recepción leído en la Real Academia de la Historia el 24 de abril de 1853.
De la Historia, que nos conserva vivas las edades pasadas; que da lecciones severas y graves a la presente, y que lega avisos importantísimos a las venideras. De la Historia, de esa ciencia sublime en que se sigue paso a paso el progreso de la Humanidad y el desarrollo de sus facultades intelectuales. De la Historia, en que se ve y se estudia el curso, lento, sí, pero seguro, con que, atravesando los obstáculos de sus propias pasiones y de las vicisitudes de los tiempos, ha llegado el hombre, desde el grito inarticulado, desde la rústica cabaña primitiva y desde el rudo ejercicio de la caza, para arrastrar una miserable existencia, hasta crear los idiomas; hasta fijar con sabias leyes sus deberes y sus derechos; hasta dar vida al pensamiento y cuerpo a la palabra; hasta levantar el coliseo y la cúpula de San Pedro y el monasterio de El Escorial; hasta medir y pesar los astros y predecir sus movimientos; hasta humillar los borrascosos mares, sin más impulso que el del vapor; hasta hablar instantáneamente de un extremo al otro del globo por medio de la electricidad; hasta la civilización moderna, en fin, con la que ha llegado a ser el hombre verdadero dueño y dominador del Universo.
No, no hay estudio más interesante, más alto, más sublime que el de la Historia, porque el estudio de la Historia es el estudio de la Humanidad y, al mismo tiempo, el estudio de la Providencia.
Si bien se mira y se contempla en las páginas de la Historia cuanto el hombre puede y alcanza, más que por su organización física, la más perfecta de todos los seres, por la fuerza oculta del soplo de vida, del alma inmaterial e imperecedera que le infundió el Omnipotente, y se estudia y se comprende la lucha eterna en que su frágil barro y su alma inmortal están con sus pasiones brutales y con los extravíos de su inteligencia, también en las páginas de la Historia se contempla, se estudia, se comprende cómo la mano invisible de la Providencia encamina al género humano, en sus distintas razas y en todas las regiones del globo, por la misma senda, y dejándolo caminar por ella libremente, y según los impulsos del libre albedrío, lo empuja, benéfica, o lo detiene, justiciera, según marcha hacia el fin o retrocede del fin a que lo tiene destinado, para sus miras santas e inescrutables.
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