La Catedral, Blasco Ibañez


Extracto de La Catedral.

La catedral era obra de sus príncipes eclesiásticos. Todos habían puesto en ella algo que revelaba su carácter. Los más rudos y guerreadores, el armazón, la montaña de piedra y el bosque de madera que formaban su osamenta; los más cultos, elevados a la sede en época de refinamiento, las verjas de menuda labor, las portadas de pétreo encaje, los cuadros, las joyas que convertían en tesoro su sacristía. La gestación de la giganta había durado cerca de tres siglos. Era como los animales enormes de la época prehistórica, durmiendo largos años en el vientre materno antes de salir a luz.

Cuando sus pilastras y muros surgieron del suelo, el arte gótico aún estaba en su primera época. En los dos siglos y medio que duró su construcción, la arquitectura hizo grandes adelantos. Esta lenta transformación la seguía Gabriel con la vista al visitar la catedral, encontrando el rastro de sus evoluciones. El grandioso templo era un gigante calzado con zapatos toscos y cubierta la cabeza de deslumbrantes penachos. Las bases de las pilastras eran groseras, sin adorno alguno. Subían los haces de columnas con rígida sencillez, marcando el arranque de los arcos con capiteles simples, en los cuales el cardo gótico aún no tiene la exuberante frondosidad del período florido. Pero en las bóvedas, allí donde la catedral estaba al término de su gestación, o sea dos siglos después de comenzada la obra, los ventanales, con sus ojivas multicolores, muestran la magnificencia de un arte en su período culminante.

En los dos extremos del crucero encontraba Gabriel la prueba de los grandes progresos realizados durante los centenares de años que necesitó la catedral para elevarse sobre el suelo. La puerta del Reloj, llamada también de la Feria, con sus rudas esculturas de hierática rigidez y el tímpano cubierto de compactas escenas de la Creación, contrastaba con la puerta del otro extremo del crucero, la de los Leones, o, por otro nombre, de la Alegría, construida doscientos años después, risueña y majestuosa a la par como la entrada de un palacio y revelando ya las carnales audacias del Renacimiento, que pugnaba por aposentarse entre las rigideces de la arquitectura cristiana. Una sirena desnuda, fija a la puerta por su cola enroscada, sirve de llamador.

La catedral, labrada toda en piedra blanca y lechosa de las canteras inmediatas a Toledo, se remonta de un solo esfuerzo desde las bases de las pilastras hasta las bóvedas, sin triforiums que corten las arcadas y achaten y hagan pesadas sus naves con ojivas superpuestas. Gabriel veía en ella la dulce oración petrificada subiendo recta al cielo, sin sostenes ni apoyos. La piedra blanda servía para las labores arquitectónicas; otra piedra más blanda aún formaba las bóvedas. En el exterior, los contrafuertes y botareles, así como los arbotantes que como puentes se extienden entre ellos, son de piedra berroqueña durísima, formando un caparazón dorado, obscurecido por los siglos, que protege y sustenta las aéreas delicadezas del interior. Las dos clases de piedra marcan el aspecto de la catedral: obscura y rojiza por fuera, blanca y lechosa por dentro.

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